Geländer

La gran farsa

Dejándonos interrogados, sintiéndonos indecibles. La palabra, la mentira, el menester de amor… Los hombros con charreteras idiofónicas y sus fidelísimas carteras, digo-, —ejem—, lindísimas cartas. ¿Por dónde iba? Oh, sí: Las miradas desde arriba, el balconcito…, siempre aludiendo a las cabalgatas, ¿verdad? Mis pequeños amigos, Zack y Farah, me dicen que “Sus Majestades” se tomaron una foto con nuestro emérito: se ve que los cuatro llevaban regalos. Cabe destacar que Melchor, Gaspar y Baltasar iban a entregárselos al Niño Jesús (quien, para ese momento, habría estado muerto por 1984 años), y El Breve, acababa de recibirlos. En suma: oro, incienso, mirra y unos 65 millones de euros. El señor Juan Carlos estaba en la lista de los buenos chicos ese año, ¿eh? “¿En serio?”, —inquirí yo, irresoluto—. Pues… Eso fue de lo que sus padres hablaron durante la cena. Aunque mis amiguitos ya habían perdido la fe en Los Reyes, aún querían sus regalos. Supongo que evitaron hacer más preguntas para mantener las apariencias devotas. Así lo deduje de las palabras que lograban articular, que les salían precipitadamente, a borbotones e inconexas. La teatralidad infantil contribuyó a unirlas. Ay, qué incrédulos pueden llegar a ser estos niños. Probablemente, porque no se les leen suficientes cuentos. Tal vez porque papi está quemándose la retina en el pequeño televisor, viendo fútbol y tomando birras. O quizá porque mami está ocupada limpiando y mezclando alcoholes en su vaso. ¿Isopropílicos? Lo ignoran. La etiqueta dice que es ginebra, pero como no hay glosarios en casa, quién sabe. Ginebra: «El opio del pueblo» moderno.

Mientras tanto, en el salón, la pantalla del televisor parpadea con imágenes de un partido insípido. El comentarista balbucea estadísticas sin sentido, como un oráculo ebrio intentando resolver en una taquifagia las entrañas de un pájaro muerto. Zack y Farah contemplan el árbol de Navidad con sus ojitos vidriosos. Las luces intermitentes parecen guiñarles, cómplices de un secreto que ya no es tal. Bajo las ramas de plástico, envueltos en papel reluciente, yacen los regalos. Promesas huecas de felicidad prefabricada, made in US (China). “¿Crees que los Reyes vendrán este año?”, pregunta Farah; su voz, un susurro conspiratorio. Zack, con la sabiduría cruel de sus ocho años, responde: “Claro que sí. Papá y mamá los interpretarán, como siempre. Es su gran actuación anual”. Un ruido sordo interrumpe su charla. En la cocina, mamá ha dejado caer su vaso. El líquido se extiende por el suelo como un pequeño mar de amnesia. Ella ríe, una risa aguda y quebradiza que suena a cristales rotos, pronto dormidos. En el televisor, el partido ha terminado. Papá ronca suavemente. La lata de cerveza en su mano amenaza con derramarse sobre la moqueta desgastada. Fuera, las calles están decoradas con luces festivas. Guirnaldas de LED parpadean frenéticamente, como si intentaran transmitir un mensaje en código Morse a un dios sordo. En un balcón cercano, un Santa de plástico se balancea precariamente, su sonrisa, fija y vacía, burla a la alegría que pretende representar. Zack se acerca a la ventana, su aliento empañando el cristal. En el reflejo borroso, ve su propio rostro superpuesto a la ciudad iluminada. Por un momento, le parece que las luces titilan al ritmo de su corazón desilusionado. “Quizás…”, murmura para sí mismo, “quizá el verdadero regalo sería que todo esto fuera mentira”. Farah se une a él, apoyando su cabecita en la de su hermano. “¿Sabes?”, dice ella, “a veces pienso que nosotros somos los regalos. Envueltos en expectativas, colocados bajo un árbol para satisfacer los deseos de otros”. Un silencio pesado cae sobre la habitación, roto solo por el zumbido del refrigerador y los ocasionales balbuceos de papá, en su sueño etílico. En la mesa del comedor, olvidado entre migas de pan y manchas de salsa, está el periódico del día. El titular proclama en letras negras y audaces: “Su Majestad inaugura nueva ala en hospital infantil”. La foto muestra al monarca sonriente, rodeado de niños pálidos y enfermeros con sonrisas forzadas. Zack mira la imagen y luego a su hermana. “¿Crees que esos niños pedirán regalos a los Reyes?” Farah suspira, una exhalación que parece cargar el peso del mundo. “Seguramente. Pero apuesto a que lo que realmente desean es no tener que estar allí”. El reloj marca las doce. Es Nochebuena. En algún lugar, campanas repican anunciando la llegada de un salvador que no llega. En el apartamento, los niños se abrazan y encuentran consuelo. Sus padres duermen el sueño intranquilo —o tranquilo— de los que han renunciado a soñar. Y así, en esta noche encantadora, la verdadera magia residió en la capacidad de ver a través de la farsa, y encontrar la verdad en el engaño. Puede que, después de todo, ese sea el verdadero regalo: la claridad que viene con la pérdida de la inocencia.

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